Por: Khalid Velasco – Avanti abogados sas

No vivo del toro,

No vivo del toro

pero por él respiro.

Me visto de luces por dentro,

aunque el traje sea corto y el ruedo sencillo.

Soy aficionado…

pero cuando piso el albero,

me siento torero.

Siento el peso del capote

como se siente el alma cuando ama:

denso, sagrado, eterno.

Y al lanzar la primera verónica,

se abre el tiempo en dos,

y mi pecho,

mi pecho se vuelve templo.

¡Ay, la embestida!

Ese instante primero donde el miedo

y el arte se dan la mano.

Temblor y fuego,

pasión y respeto.

El toro no miente,

y yo tampoco.

Ahí, frente a su mirada,

soy todo verdad,

soy todo eco.

Una verónica —solo una—

puede contener el universo.

Y cuando el capote abraza la embestida

como quien amansa un relámpago,

yo también abrazo la vida

con la punta de los dedos

y la hondura del pecho abierto.

No hay triunfo mayor

que templar el miedo.

No hay arte más puro

que jugarse el alma

por dibujar en el aire

la curva perfecta de un sueño.

Torear no es matar,

es crear.

Es bailar con el riesgo,

escribir con el cuerpo

una poesía que se esfuma

al mismo tiempo que nace.

Y aunque no suene el clarín,

aunque no haya palmas ni trofeos,

cuando toreo,

cuando siento la tela rozar mi cintura

y el pitón rozar mi sombra,

soy dueño del silencio,

del arte,

del instante.

Aprendí del toro la lección más honda:

ser firme en la tormenta,

noble en el combate,

y hermoso, incluso en la muerte.

Por eso vuelvo,

una y otra vez,

a ese ruedo sin gloria,

a esa plaza interior donde no hay mentira.

Porque ahí,

ahí donde vibra el alma y tiembla la tierra,

me siento torero.

Y eso,

eso lo es todo.