• 18 octubre, 2025

EL ECO DE UNA VERÓNICA… ME SIENTO TORERO PT1

EL ECO DE UNA VERÓNICA… ME SIENTO TORERO PT1


Por: Khalid Velasco – Avanti Abogados Sas

No hay palabra que lo defina del todo. No es deporte, no es espectáculo. Torear… aunque sea en una plaza vacía o en el corazón encendido de un tentadero; es entregarse al arte más puro, más efímero y más verdadero. Es morir un poco en cada lance y renacer en la belleza de lo imposible.

Soy aficionado práctico. No vivo del toro, pero vivo para él. Cada vez que me calzo el traje corto y piso el albero, aunque no haya ni un clarín que me anuncie, siento que el tiempo se detiene. No soy un hombre más. Soy torero. Y en ese instante, todo lo demás se vuelve lejano, irrelevante. Sólo quedamos el toro y yo. El rito y la verdad.

Lanzar la primera verónica es como abrir el pecho y dejar que el alma se derrame. El capote pesa, no sólo por su tela, sino por la historia que lleva consigo. Y cuando el toro embiste, noble o incierto, sientes una mezcla de miedo y deseo, de respeto y pasión. Esa primera verónica… ¡qué momento sagrado! Es un suspiro detenido en el aire, una promesa cumplida, una caricia al peligro.

Torear no es solo valor; es entrega, es temple, es arte que se juega a cara o cruz. Es mirar de frente a la muerte y dibujar con ella una obra de vida. Porque sí, hay temor. Claro que lo hay. Sólo los necios lo niegan. Pero también hay una fuerza interior que brota desde lo hondo, un pulso que se afina, un corazón que galopa al ritmo del toro. Cada muleta que se ciñe al cuerpo, cada pase que roza los pitones, es una declaración de principios: el toreo es cultura, es historia, es identidad. No es una moda. Es una forma de estar en el mundo, de interpretar la belleza desde el riesgo, de tocar lo sublime con la yema de los dedos.

¿Y quién dice que un aficionado no puede sentir lo mismo que un maestro? Si en ese momento, cuando le doy el pecho al animal, yo también soy torero. Aunque no haya trofeos ni pasodobles, en mi interior suena la música de una faena soñada. Porque el arte del toreo no se mide por el número de orejas, sino por la verdad con que se entrega el alma. En ese ruedo íntimo donde toreamos los que amamos sin condiciones, cada tarde es única, cada embestida es una lección de humildad. Aprendemos del toro lo que no enseña la vida: a estar presentes, a ser dignos, a mantener la calma en medio del caos.

El toreo es emoción desnuda. Es una danza con el destino. Es el arte de lo eterno en un segundo fugaz. Por eso, cada vez que lanzo una verónica, sé que estoy tocando el misterio. Y aunque solo sea por un instante, me siento parte de algo más grande, más hondo, más hermoso.

Me siento torero.

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